martes, 3 de abril de 2012

Publicado por Campanilla** en 16:04


Te odia porque la quieres solo a ratos, sólo cuando la soledad y el embriagador perfume de tus instintos primarios llega a ella, como el calor que le abrasa en pleno mes de Agosto. E intenta pensar, por qué tú. Por qué ella. Por qué aquí. Por qué aquel día.


Le gusta pensar que a veces te acuerdas de ella más de lo que ella se acuerda de ti. Le encanta decir que el helado le gusta cómo te gustaba a ti, “de menta”. Al menos te pasabas los veranos comiéndolo, e imaginando miles de formas de disfrutar de su sabor junto a ella. Y lo pide en cualquier bar en el que se pare, aunque lo odie, ella se lo toma, solo por revivir los momentos junto a ti. Momentos en los que todo era más difícil, pero parecía tremendamente fácil.


Qué fácil es mentir y qué dura la verdad. Qué bonita la inocencia que le quitaste. Qué bonito el invierno frío que pasó, los hombres a los que volvió a besar y esas mujeres que amaba apegándose al hecho de que no le podían hacer daño. Aún no sabe por qué. Nadie lo sabe. Por qué le duele más cada día que pasa, como heridas llenas de sal. Sufriendo. Como la primera vez. Llorando. Como si se acabara el mundo.


Y es duro saber que lo difícil fue empezar algo que nunca comenzó. Por el miedo que colapsa sus pequeños pulmones un poco atrofiados. Porque ya nada tiene sentido, y sus pensamientos no encuentra el punto de partida ni la salida de emergencia.


Ya sabe que todos esos poemas, todas esas canciones, todos esos halagos no son para ella. Sabe que ya no piensas en ella. Que no la recuerdas. Que fue un juego, otro de tantos. Sabe que eso que escribes lo sientes, y por ella no sientes lo que debes de sentir al escribir. Porque esa sangre que recorre las venas de tu cuerpo y que a veces hacen que sea tu corazón el que escriba, nunca han estado llenas de ella. Así no debía pasar.


Dejó su cuerpo para que fuese tuyo. Cortó las alas que le hacían volar y posó los pies sobre la tierra. Dura, fría y gris. Triste, como el brillo de sus ojos. Un chasquido de dedos, un beso robado, un abrazo de manos inexpertas. Y se acabó. Para siempre. De vuelta al cajón de los juguetes rotos, allá donde ningún niño llega. Allá donde sólo otro más cabrón y gilipollas que tú, puede llegar.

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